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Pelusa en la nieve

  • Foto del escritor: Claudia Mazat
    Claudia Mazat
  • 23 may
  • 15 Min. de lectura

Por Claudia Mazat



La negligencia puede ser cosa del azar. Cuando eso ocurre no siempre es evidente que un hecho de negligencia ha ocurrido, el responsable calla, deja caer el peso todo sobre el azar, la mala suerte, y el hecho se considera un accidente. Con lo anterior no quiero decir que la negligencia deba ser reconocida siempre ni mucho menos que sea siempre culposa.

Es común que cuando le dedicamos una atención profunda a un juego tendemos a

omitir cualquier elemento que no forma parte de este. Esto puede llegar a considerarse

un acto de negligencia. En ciertas ocasiones esa omisión se da como un acto de inclu-

sión: no reconocemos la diferencia del elemento porque no estamos abiertos, predis-

puestos, a asimilar su existencia, de modo que le encontramos semejanzas razonables

con elementos del juego, lo despojamos así de su diferencia y lo incluimos en el juego.

Esto es exactamente lo que pasó con el conejo.


Hombre con conejo blanco en un bosque nevado

Era la víspera de Navidad en Maastricht, ciudad holandesa donde estudiaba y vivía

en una casa de alquiler con otros tres estudiantes de la Universidad, un alemán, un lituano y un italiano. Todos se habían ido de la ciudad a pasar las fiestas. Yo habría he

cho lo mismo si hubiese tenido dinero. Ulrich, el alemán, me invitó a pasar Navidad con

su familia, pero además de mi situación financiera tenía que terminar un texto para la

segunda semana de enero (en las semanas recientes buena parte de mi mensualidad

la había gastado en fiestas y salidas nocturnas que, a su vez, dejaban poco tiempo para

el trabajo); de modo que me quedé a pasar Navidad y Año Nuevo solo en la casa. No

tenía importancia, por lo general es mejor salir de viaje en épocas menos concurridas.

Estaba solo, pues, porque además la casa era parte de un conjunto de cuatro casas

que compartían áreas verdes y espacios de estacionamiento y los vecinos de otras ca-

sas también habían salido. Únicamente estaba yo y una pareja de ancianos que se ha

cían notar muy poco.

El condominio se sentía desolado, pero no tanto como la universidad, donde la

biblioteca y otros servicios seguían operando -para mí, a veces me daba la impresión,

pues la enorme biblioteca, con sus pasillos flanqueados por miles de libros y sus mesas

de estudio, la tenía para mí solo, y había un silencio que ni el más recio de los bibliotecarios habría deseado. Era el silencio de lo abandonado. Los lugares donde típicamente hay mucho movimiento, gente, una fuerte sensación de vida, cuando se quedan vacíos, dan la sensación de una tristeza muy peculiar. Así era la biblioteca esos días, también el resto de la universidad. Para salir de ese abandono solía ir al centro de la ciudad, tomar un café, trabajar ahí un rato viendo gente prepararse para las fiestas, gentede compras, gente alegre, familias con niños. Me conectaba con el mundo y volvía a casa.

El invierno amenazaba con ser el más frío de los últimos veintitrés años, según informaban en los noticiarios. Empezó a nevar desde finales de noviembre, luego el clima se templó unos días, pero a partir del 13 de diciembre volvió a nevar la mayoría de los días. La temperatura oscilaba entre lo 6° y -2° Celsius. El 22 de diciembre, a eso de las cuatro de la tarde, estaba en la mesa de la cocina viendo la televisión y tomando un café cuando vi al conejo; era un conejo blanco que solía pasear por el jardín común entre las cuatro casas del condominio, lo había visto suficientes veces para saber que era siempre el mismo. Esa tarde lo miré y me agradó más que otras veces, quizá porque

estaba tan solo y llevaba ya varios días absorto en mi trabajo. Los conejos siempre me

agradan, pero es difícil ponerles atención, no me parecen buenas mascotas, son anima

les demasiado nerviosos con los cuales es difícil formar vínculos. Cuando tenía alrede

dor de seis años mis padres me regalaron un conejo blanco parecido a ese, según re

cuerdo. Vivía en una jaula, comía pasto, zanahorias, apio. Me gustaba acariciarlo pero

tenía la impresión de que me tenía miedo, en cuanto lo tocaba él quedaba paralizado

en un gesto que yo interpretaba de temor: bajaba la cabeza y las orejas, flexionaba las

piernas, miraba al frente, nunca hacia mí. Yo quería sacarlo de la jaula, nunca me gus

taron los animales en jaulas y corrales, pero mis padres me habían prohibido hacerlo.

Un día, sin embargo, le abrí la puerta de la jaula para dejarlo salir. Nuestro jardín era

grande y tenía la expectativa de jugar con él, brincando y corriendo, lo perseguiría o me

perseguiría y nos dejaríamos alcanzar para luego terminar acariciándolo, yo, él echado

entre mis piernas. Al principio no supo qué hacer, miró la puerta de la jaula abierta pero

no salió, después de unos segundos se animó pero una vez que estuvo afuera, cerca

de mí, se detuvo. Me alejé unos pasos y entonces corrió lejos de mí. Era veloz, no lo

volví a ver. Me sentí engañado y pensé que mis padres me regañarían pero no lo hicie

ron, fueron compasivos. Mi padre dijo: ‘Los conejos son astutos y los niños inocentes.’

Esa tarde en Maastricht me levanté y salí al jardín, me acerqué al conejo y él huyó.

Me sentí decepcionado, por un instante tuve la esperanza de que este conejo sería dis

tinto que el de mi niñez. Más tarde, esa misma noche, lo volví a ver. Él también me vio.

Salí de nuevo, esta vez con unas hojas de lechuga para atraerlo; otra vez huyó, pero

igual dejé las hojas de lechuga sobre la nieve a un par de metros de la puerta de la

cocina. Esa noche, además, decidí ganarme su confianza, en parte para resarcir la pesadumbre que me causó aquel conejo en mi niñez, en parte porque no tenía nada que hacer en esa casa además de trabajar.

Nunca había pasado la Navidad solo y comenzaba a descubrir que no era una experiencia alegre. Cada vez que veía al conejo salía al jardín con calma para no asustarlo, paseaba por el jardín un rato sin acercarme mucho a él. Antes de volver a la casa le dejaba algo de comer. En un par de ocasiones no vi al conejo mientras descansaba en la cocina o en el jardín, entonces le dejé varias piezas de comida en diversos puntos que formaban una ruta cuyo destino era el escalón debajo de la puerta de la cocina (según yo, según el patrón de consumo que consideré más lógico). Esa última pieza no la comió en ninguna de las dos ocasiones. Tal vez le parecía que hacerlo sería llevar nuestra relación demasiado lejos (o demasiado cerca).

El 24 de diciembre salí al mediodía al centro de la ciudad. Quería comprar algo

bueno para cenar esa noche, después de todo era Nochebuena y tenía la costumbre,

de toda mi vida, de cenar bien y abundante esa noche del año. Estaba en el supermercado decidiendo qué cenar cuando de pronto perdí la motivación. ¿De qué servía preparar una buena cena si la iba a comer yo solo viendo la televisión o escuchando música o mirando al conejo desde la cocina? Eso, pasar la Nochebuena con el conejo, si tenía a bien aparecerse, era a lo que podía aspirar. Terminé de hacer la compra para preparar un par de platillos que no me salían mal. Al salir del supermercado caminé hacia un café que frecuentaba a poco más de una cuadra de allí, cuando estaba por llegar alguien me tocó el hombro por detrás. Era Valeria, una chica argentina, compañera de la universidad que no había ido a pasar Navidad a ningún lado porque era tan estudiosa que quizá ni se dio cuenta a tiempo de que la Navidad se acercaba. La había tratado poco porque coincidíamos poco y siempre en la biblioteca o en eventos estrictamente académicos. En uno de esos eventos habíamos tenido la oportunidad de charlar sobre el tema de la conferencia recién presentada y poco más. Era una chica brillante pero demasiado seria, con un cuerpo atípico de quienes tienen un estilo de vida sedentario. Quiero decir que me dio gusto verla, y fue evidente que a ella también le dio gusto verme porque en cuanto volteé hacia el dedo que me tocaba el hombro me la encontré sonriente y me dijo:

—¡Te quedaste!

Un poco sorprendido respondí que sí, tenía trabajo atrasado y fechas límite para entregarlo. No mencioné mi falta de liquidez.

—¿Estás solo, entonces? Yo también. ¿Querés que cenemos juntos?

—Sí -dije sin dudarlo.- Acabo de comprar comida para preparar para esta noche.

—No hace falta, yo tengo todo listo.

—¿Para dos?

—Sí, no iba a ponerme a cocinar para comerme un bocado. Lleva vino y un pastel o

algo dulce. Te espero a las nueve, por ahí.

Me explicó cómo llegar a su casa y se despidió con la misma alegría que me saludó.

Yo me metí en el café con un humor muy mejorado.

En la tarde estuve un rato con el conejo, caminamos juntos, separándonos uno o

dos metros de nieve sobre pasto. Esa distancia se había acortado unos centímetros en

los últimos días y me daba la impresión que nuestras caminatas eran bien coordinadas,

armoniosas, y eso denotaba confianza. Me despedí de él poniéndome de cuclillas y él

me miró atento y, a su manero, creo, me respondió. Le dejé en el suelo unas lechugas

antes de irme.

La cena con Valeria fue agradable. Bebimos vino, champaña, comimos mucho

(había cocinado suficiente para varias personas). Aunque estudiábamos temas simila

res, nuestras posturas e intereses eran muy distintos. Ella era matemática, estudiaba

las implicaciones financieras e intereses económicos en los conflictos internacionales

desde modelos matemáticos y estadísticos que yo no comprendía del todo. Le dije que,

en síntesis, su trabajo se centraba en la economía de guerra, pero lo negó rotundamente, haciéndome una serie de aclaraciones conceptuales que me hicieron arrepentirme de mi comentario. Yo, en cambio, trabajaba con temas de migración, proyecciones de variabilidad demográfica -y su impacto económico y cultural- según patrones de reproducción de comunidades de inmigrantes. Mis modelos estadísticos eran menos sofisticados que lo de Valeria y mi trabajo, en general era menos utilitario. Antes de la cena charlamos sobre cuestiones personales, que ella era de Mar del Plata y tenía dos hermanas y esas cosas. Después de la cena discutimos sobre nuestros temas de trabajo hasta el punto en que me di cuenta que si no la paraba con una propuesta de seducción no iba a parar nunca. Lo hice así: puse mi cara a pocos centímetros frente a la suya y, con una sonrisa, le dije ‘Para’. Ella sonrió nerviosa y respondió, ‘Pero..., ¿por qué?’ ‘Porque si no paras no puedo besarte y me muero de ganas de besarte.’ Estaba un poco ebrio, pero no lo suficiente para que ese fuera el motivo para besarla. Me gustaba de veras, después de tres semanas tan solo y de convivir gratamente con ella esa noche, me gustaba muchísimo. Ella paró, sin sonreír ni nada, como si fuera algo que ella misma hubiese puesto en la agenda de nuestra velada juntos y le diera lo mismo consumarlo en ese instante o dos horas después. No, dos horas después no habríamos podido consumarlo, estábamos demasiado ebrios. Dos horas después, en cambio, estábamos dormitando en su cama habiendo ya consumado mucho más que un beso. Y después de dormitar, dormimos.

Desperté la mañana del 25 alrededor de las 9.00. Valeria estaba en un sillón a un

lado de la cama tomando café de una gran taza y leyendo un documento impreso en

hojas A4, seguramente un artículo. Me ofreció café, pero no desayuno. Traté de continuar nuestra dinámica de interacción de la noche pero ella había vuelto a ser la chica demasiado seria con quien solamente había platicado una vez, sobre temas relacionados con nuestro trabajo. En realidad, me di cuenta cuando acabé de espabilarme, no ofrecerme café fue su manera de invitarme a salir de su casa.

Con ingenuidad, antes de irme aún le propuse volver a vernos pronto.

—Uy, no lo creo. Sé cómo vives, tus fiestas, tus dramas con mujeres.

—¿Cuáles dramas con mujeres?

—Diego...

—Me gustas, me gustabas antes de ayer, ahora me gustas más.

—Lo siento, yo no puedo distraerme con alguien como tú.

Pienso que a ella también le resultaba triste pasar la nochebuena sola, quizá por eso había cocinado para una familia entera, para así sentirse menos sola. Mientras duró el festejo se permitió gozar hasta de acostarse con alguien con quien no podía distraerse en otras circunstancias; pienso que incluso es posible que le haya gustado encontrarse conmigo, precisamente conmigo, en esas circunstancias. El festejo había terminado.

Cuando volví a la casa me encontré con mi vecina, Lotte. Estaba arreglando algo en

el patio trasero de su casa, a un lado del jardín común, me saludó con la mano, le de

volví el saludo. Entré en la cocina a prepararme el desayuno que Valeria me había negado, tenía hambre y estaba cansado. Mientras cocinaba un Croque Monsieur, Lotte

tocó a la puerta.

—¿Estás bien? -me preguntó.

—Sí, ¿por qué?

—Nos preguntamos si tenías con quien pasar la navidad.

—Ayer estuve con una amiga, acabo de volver.

—¡Oh! -exclamó un poco apenada.

—¿Ustedes están bien?

—Sí, muy bien, nos fuimos a dormir temprano. Queríamos invitarte a tomar un té con

pastel esta tarde. Como estamos solos nosotros tres, pensamos...

—Entiendo. Está bien, gracias.

Quedamos de vernos en su casa a las cinco y media. La invitación me sorprendió un poco, dado que mi mayor interacción con ellos se había dado por una reunión que traspasó por mucho la medianoche y en cual algunos de nuestros invitados habían tenido la mala idea de extender al jardín común. Todos los vecinos se quejaron, hablaron con nosotros -conmigo, Ulrich, Ricardas y Teodoro- y no volvimos a organizar una fiesta de ese tipo, que Michel, el marido de Lotte, llamó bacchanalen con desprecio y hasta algo de asco. A mí me tocó lidiar con ellos porque Ricardas y Ulrich se desentendieron del evento y Teodoro era un chico de 19 años, estaba allí de intercambio con el programa

Erasmus; estudiaba en inglés a pesar de que su inglés era precario, pero su neerlandés era casi nulo. Aunque Teodoro no organizó la fiesta al final la mayoría de los asistentes -ciertamente los que se quedaron hasta la madrugada- eran amigos o conocidos suyos. Yo tuve que dar la cara -y las explicaciones y las disculpas y hacer las promesas- y Michel aún entonces no quedó contento. A partir de entonces me miraba con recelo y nunca me saludaba.

Desayuné y me fui a dormir el resto de la mañana. Cuando desperté en el sillón de

la sala puse una película y sentí, ya sin hambre y descansado, que el rechazo de Vale

ria me molestaba más de lo que típicamente habría considerado razonable. Durante un

6rato largo jugué con la idea de buscarla aunque me había dejado tan claro que no que

ría nada conmigo. Si la buscaba lo suficiente podría hacerla cambiar de parecer, aun

que también podría reforzar su rechazo. Lo más importante: ¿quería buscarla? ¿Valía la

pena o tampoco yo debía distraerme con alguien como ella? Esas cosas nunca se sa

ben, se deciden o pasan, para bien y para mal. Lo cierto es que esa tarde, hasta que

dio la hora de ir a tomar el té con mis vecinos, me entretuve con ella, con la idea de ella,

con el recuerdo de ella, mucho más que con la película en la televisión.

Me recibió Michel con una afabilidad, incluso alegría, que me sorprendieron. De in

mediato intuí que ellos estaban más solos que yo, pues la suya no era una soledad pasajera aunque la temporada de fiestas la hacía sentir más hondo. Estaban solos en la

ciudad, ella a los 78 y él a los 82. No les sobrevivían hermanos ni parientes cercanos y,

según Michel, recién había entrado en la edad de tachar nombres. ‘Cada año a partir de

ahora, los que me toque vivir, tacharé los nombres de viejos amigos y conocidos. Este

año taché cuatro’, dijo, y no lo dijo con tristeza, con resignación sí, y algo de orgullo o

placer morboso, como el de quien baja la velocidad para mirar a un accidentado en la

carretera y piensa ‘Ese no soy yo’, antes de acelerar y olvidarse del desafortunado. ‘Sí,

a este viejo cada nombre que tacha lo acerca a la muerte, pero también lo aferra a la

vida’, pensé. No dije nada, en cambio asentí con un gesto de la cabeza.

Tenían una hija de 44 años, vivía en Nueva York, donde tenía un puesto más o menos importante en la ONU, un esposo y una hija. No había podido viajar a Holanda por motivos de trabajo, aunque en realidad me dio la impresión de que su relación con sus padres no era cercana. Cuando ellos empezaron a hablar de lo utilitarista y productivista que es la vida en Estados Unidos me di cuenta de que el reproche era más bien para su hija. ‘Es cierto, pero su hija trabaja en la ONU, no en Wall Street’, dije con cierta impertinencia. Irritado, Michel replicó: ‘¿Y quién ha dicho algo de mi hija?’ A Lotte no le pasó desapercibida la tensión y trató de disiparla con unas galletas. Como las galletas eran deliciosas, volvimos a la afabilidad. Además Lotte, me di cuenta esa tarde, no solo por su trato conmigo sino por la charla en general, y en particular el tema de la hija, estaba acostumbrada a suavizar la relación entre su marido y el resto del mundo. Estuve allí una hora y media, más o menos. Michel era un hombre rígido a quien en principio le agradó tener una visita el día de navidad, pero cuando la visita superó los 60 minutos, comenzó a retraerse y su mirada fue entonces una mezcla de la mirada afable de esa tarde y la mirada recelosa posterior al incidente de la bacchanalen. Al despedirme, me puse a sus órdenes y volví a mi casa dispuesto a echarme en mi

cama a leer algo o ver la televisión. Al encaminarme hacia allá vi al conejo alejarse de

mi casa. Cuando llegué a la puerta de la cocina vi una mancha amarillenta sobre la nie

ve blanca: orina, constaté con el olor; volteé hacia donde había corrido el conejo y lo vi

entre las ramas de un arbusto, mirándome. En ese momento me di cuenta de que se

trataba de un juego entre ambos y no solamente de una pretensión mía de ganar su

confianza. De hecho, su confianza la tenía ya, me lo demostraba con su osadía de

orinarse en el escalón al que procuraba no acercarse por comida -precisamente el día que no le había puesto comida. Posarse a unos metros para ver mi reacción era un acto de cinismo que, si no era malicioso -como no podía serlo, pensé-, era una amigable.

El día 26 volví a poner comida en varios puntos del jardín pero esta vez no cerca de

la casa. Tampoco salí a caminar. En cambio salí toda la tarde a trabajar en un bar. Aún

no me reponía de la noche con Valeria ni me atrevía a decidir nada con respecto a ella.

La tarde anterior había visto cómo una mujer muy amable vivía -aparentemente feliz

con un hombre hosco. Ella dulce y él agrio, no obstante combinaban -sí, hasta me cayó

bien su relación. ¿Por qué no podía Valeria tomar en serio a un hombre menos serio

que ella? El caso es que esa tarde no pude concentrarme solo en casa. Cuando volví,

ya bien entrada la noche (que en esos días comenzaba bien temprano), ya no había

comida en el jardín, y ese fue el único indicio que tuve de la presencia del conejo.

Los siguientes dos días fueron similares, pero al tercero, el 29, cedió un poco. Yo me

senté a trabajar en la mesa de la cocina, él se dedicó a husmear cerca de ahí desde el

mediodía: daba vueltas cerca de la cocina, me miraba, por momentos se detenía a unos

pasos de la puerta y se quedaba muy quieto mirándome, pero en cuanto me acercaba

se alejaba. Así estábamos terminando el año el conejo y yo, con un juego que parecía

entender mejor él que yo. En realidad, para mí comenzó a ser frustrante, comencé a

pensar que acaso lo mejor sería seguirle dando comida y nada más. El 31, último día

del año, salí a cenar con unos amigos que habían vuelto a la ciudad. Llegué cerca de

las dos de la madrugada, con un frío terrible, encendí el calentador -que no siempre en

cendía por cuestiones de economía-, me metí en la cama y como no tenía ganas de

dormir me puse a leer hasta pasadas las 4.00. Antes de dormir fui a la cocina a tomar

un vaso de leche. El conejo estaba en el jardín. Me sorprendió verlo allí a esa hora, pe

ro allí estaba, su pelo blanco se movía con el viento a varios metros de la casa a unos

10 metros de la casa. Nevaba, soplaba un viento helado y a las ventanas empañadas

8les escurría agua por dentro, pero no tenía duda de que el conejo estaba allí, jugando

ese juego cada vez más suyo y menos mío. ‘¡Qué hora es esta para aparecerte!’, mur

muré, y me fui a dormir.

Unas horas después, apenas pasadas las ocho de la mañana, me despertó el teléfono. Era Michel, me preguntó por su esposa: ‘Cuando desperté hace un rato no estaba en la cama, tampoco está en la casa. Temo que algo le haya ocurrido, a veces se levanta dormida, ¿sabes? Y a su edad, con este clima, no es seguro’. ‘No, no es seguro,

pero no la he visto, acabo de despertar’, le dije. Me dolía la cabeza, así es que fui a la

cocina por un vaso de agua para tomar unas pastillas. Desde la ventana pude ver al conejo en el mismo lugar que unas horas antes. Me pareció extraño, limpié el vaho de la

ventana para verlo bien, no estaba mirando hacia la casa, estaba atento a algo en la

nieve. Salí, en cuanto abrí la puerta volteó a verme, y mientras me acerqué a él no me

quitó la vista de encima y se mantuvo en el mismo sitio. Por primera vez pude tocarlo, me incliné junto a él, lo acaricié, mientras lo acariciaba dirigió la cabeza a un lado y

señaló ahí con el hocico y la nariz -que en los conejos se confunden. Había algo, quité

un poco de nieve para descubrirlo y encontré la cabeza de mi vecina. La nieve le cubría

todo el cuerpo y había tapado ya también la cabellera cana, unas horas antes aún visible desde la cocina. La descubrí y la giré para ponerla boca arriba. Estaba muy tiesa

por el frío, la cara tenía unos tonos rojizos y violáceos. Afortunadamente -no sé por qué,

pero así me lo pareció- tenía los ojos cerrados. Todavía absorto ante el cadáver volteé

a ver al conejo, con una pata me tocaba la rodilla izquierda y me miraba con un gesto

casi humano entre la incredulidad y la vergüenza, como si comprendiera que nuestro

juego había acabado, y no había acabado bien.

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