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Adiós a la ciudad (versión abreviada), 2002

  • Foto del escritor: Claudia Mazat
    Claudia Mazat
  • 13 jun
  • 8 Min. de lectura


Calle en el centro histórico de Santiago de Querétaro
Calle en el centro histórico de Santiago de Querétaro

Hay que abandonar la ciudad cuando los rostros de la gente comienzan a parecer amenazantes por el solo hecho de ser harto conocidos, cuando es posible rebasar en una bicicleta a los coches atascados en las avenidas y los gritos de los comerciantes en las esquinas se vuelven una confrontación en lugar de un ofrecimiento, cuando el calor no basta sino para sudar y producir jaquecas y el frío no tiene tazas de café lo bastante encantadoras para replegarse en uno mismo, ni rincones complicados, ocultos, secretos, cómplices de una elevación de la temperatura corporal lejos del viento, de los policías, de la necedad de máquinas encendidas y estridentes en el furor nocturno de adolescentes y pequeños trabajadores temerosos.

Hay que abandonar la ciudad cuando ya no hay miedo a salir desnudo sino a volver a casa con ojos pegados a los miembros y raspaduras de lenguas en las axilas, cuando la respiración se acompaña de un hilo de sangre que sube y baja desde la nariz hasta los labios.

Hay que salir de la ciudad con una risa a cuestas y un montón de moscas revoloteando entre las manos a punto de la asfixia, abandonarla con un orgullo fatigado, sin mucha esperanza para no extraviar el camino en la nostalgia y terminar de vuelta.

Sobre todo, hay que abandonar la ciudad como una contraparte del deseo de atarse al mundo.

 

*

 

La ciudad se hizo pequeña de tanto recorrerla.  

En el último foco en el último farol de la última avenida, la ciudad soltó sus brazos en un acto de nobleza 

y me dejó partir.

Yo no tenía labios para inclinarme a corresponderle con un beso en su asfalto roto, percudido -parte esencial de su anatomía por donde circulan los momentos y los actores que la nutren tanto como la desgastan- como es costumbre despedirse de alguien a quien se ha amado y odiado alternativamente durante un lapso demasiado largo.

 

No tenía labios porque mi boca, abierta hasta la nuca para alcanzar el vacío necesario para el abandono, carecía ya de las cualidades fundamentales para producir cualquier sonido, cualquier gesto.

*

 

Poca rabia en esta mañana de otoño. No hay castigo de labios enganchados a la suerte interior del tedio y las hojas en la orilla de la cama con palabras monosilábicas, lacónicas, ocultan su significado un día más tarde. Sábanas cuelgan del techo como cayendo el sueño que no vino durante la noche, ahora para extenderse a lo largo de un día en el orden secuencial de todos los gestos, todas las manías, todas las voces.  

 

Suponer que soy Dios* y que me importa todo o nada, o que juego demasiado con las probabilidades y las cosas frágiles del mundo se quiebran en mis manos.  Tirarme a llorar en plena calle para convencerme, comprender que yo mismo he de quebrarme bajo el peso de mis manos si soy Dios.  

*

El andador está solo, abandonado por el encuentro vespertino de amantes que se han ido con sus risas 

entrecortadas y mezcladas en una sola risa  

El aire sopla como queja al colarse entre las ramas deshojadas de los árboles

y los muros

que no se veían antes, pasados de largo tantas veces,

tienen manchas amarillas como brochazos de vejigas reventadas y un olor ácido, violento

Marcho con paso hundido en la vergüenza de estar solo, no encontrar a nadie en esta ciudad que ha sido mía por tanto tiempo. Me siento en una banca a la espera de no ser un fantasma  

Emito palabras como un rezo para rescatar un cuerpo cualquiera que me devuelva la perdida sensación de ser materia

o cualquier cosa que me plante en esta imagen de gente enamorada que se da caricias en la calle

donde transitan el amor y el crimen y el ocio como negándose la vista

Pero no encuentro nada, nadie, entonces la suciedad amarillenta en las paredes me regresa al ritmo del andar y al paso

y paso de largo el andador 

con la vergüenza a cuestas de no estar

no ser

*

Creí 

caer del

cielo sobre

la humedad

de barco

hundido

de tu boca 

solo para padecer contigo tu naufragio

*

El llanto suena poco pero inunda con sus lágrimas las viejas calles de cantera, los gritos que emergen de un millón de bocas triturándose en la lucha cotidiana del hambre —chocan contra los balcones, contra los troncos de los eucaliptos y de las palmeras importadas que envejecen en algunos camellones— hasta acomodarse en mis oídos como un desafortunado episodio de angustia.

 

Deambulo en la noche por todos los rincones de la ciudad para evadir el movimiento impreciso, imperfecto, invisible de lenguas ocultas, cómplices de una misma queja.

No reconozco ojos, narices, miembros que pasan junto a mí rozándome los hombros y van a posarse en una forma de existencia que avergüenza a la ciudad. Alguien se arrastra con dificultad de un lado al otro de una calle, en un callejón cae, sobre una rodilla se desploma el torso entero, luego la cabeza rebota contra la pared y rueda hasta mis pies, la levanto de una oreja, la tiro en un bote de basura: un muerto ignorado que nadie verá porque otros muertos se apilarán sobre su espalda. 

 

Asentarse por un rato en la exaltación neurológica de la ciudad sin oponer resistencia y rebasarla hasta alcanzar un cinismo cómodo, un estado mental francamente opuesto a la cordura, puede ser la única alternativa de salvación

Señalar a un moribundo y reírse de su asfixia hasta quedar histérico bailando con todos los muertos de la noche en su despedida de estas calles, de estos muros con sus reflectores fatigosos, mudar de la conciencia la sensibilidad y luego en la mañana recobrar el ruido con todo su esplendor y recordar los crímenes perpetrados durante la noche como un sueño, como una fuga indispensable que exime de toda culpa al asesino. O peor, ser el asesino y regocijarse en ello durante el desayuno para salir con optimismo a lidiar con gente que se pasea oficiosa por el sepulcro de tantos cadáveres anónimos.  

 

Aún así, imaginar que será posible abandonar la ciudad sin sangre y sin violencia, cuando sea muy tarde para caer uno mismo en la tentación sorda de morir, cuando se hayan dado cien vueltas a la muerte en un millar de caricias y de insinuaciones pero siempre seguidas de un tropiezo moral con el estridente ritmo de la ciudad en el amanecer.

*

Iba a ser algo así como el amorcierta irrigación excesiva de la mente que abotagada conduce a la ceguera Algo así como el amoruna lanza entre las manos para sostener el mundo en el ocaso de una guerra cuando ya nada hay que ganar ni que perdersolo el instintoAlgo así como el amoruna cosa que se olvida en el ángulo más obtuso de la nucaen ese punto preciso entre la sien y la última caricia de la noche que aún se siente como un leve cosquilleoaunque no cabe ahí otra cosa que el olvidoAlgo así como el amoro como el sueñomás aún como el bostezo—¿Qué pasa durante un bostezodurante ese escape repentino de fatiga cerebraluna boca abierta como estrella implosionando y luego un ademán de rendición?—Algo así como el amoruna seña que alguien sin querer dibuja en un poste en una calle para comunicarle a otroa cualquiera¿a quién?que ya se ha idoque la espera fue muy larga y se cansó de ser un signo incierto en el paisaje de la aceracon una esperanza intensa que sin embargono podría explicarAlgo así como el amorpero otra cosa 

*

Los pájaros ya no vuelan sino en círculos

como esperando nuestra muerte

pero antes chocan contra los espejos de los edificios

las antenas de la compañía de teléfonos

también a ellos los aturde tanto ruido

y caen

caen

caen

como una lluvia que nadie alcanza a limpiar cada mañana

hasta que un día se mudan a esperar en otro sitio

*

Ver y no ver.  Primero la ciudad cabía en un ojo que tapaba y descubría. Antes de que la visión fuera borrosa o demasiado compleja, se podía ver la ciudad con un solo ojo como una película sin manivela contra un foco encendido, como vagones de tren pasando lentos ante la mirada de un peón mientras almuerza sentado en una paca de alfalfa bajo el sol del mediodía.

Ver y no ver, un juego de claroscuro a una velocidad manual, con manos llenas de miedo de no alcanzar algo o de que algo las alcance, resignadas a una melancolía suave, sin angustia.

 

La velocidad de las manos la determina la aceleración del espíritu, y esta a su vez viene de un roce particular con el mundo.

 

Pensar y no pensar, a un lado los gigantes de granito que se desmoronan, al otro lado la arena que se erige en monolito, emblema de la ciudad o la ciudad misma si el pensador es obstinado y da con el exacto vértice donde su mente se conecta con los pensamientos de otros.

*

Hay ciudades en las que llueve al mediodía

En esta ciudad parece no llover nunca

Algunas veces salimos temprano en la mañana y vemos las calles encharcadas

Se dice entonces que la lluvia apareció en la madrugada pero no hay testigos

ni siquiera los insomnes ven llover.

 

Es fácil llorar en una ciudad lluviosa

el cielo parece arroparnos con sus párpados

y verter sus propias lágrimas en nuestros ojos para confundir su desdicha con la nuestra

la luz es tenue, se camina con una sensación de olvido semejante a la tristeza bajo unas nubes casi negras

Distender el ánimo bajo la lluvia es un ejercicio natural

el cerebro y las extremidades adquieren una flexibilidad capaz de hacer que la carne se vuelva mueca

y la mueca

llanto.

El agua se mezcla peligrosamente con la sangre, ensancha la carne y la hace blanda, dilata las moléculas más sólidas del cuerpo y atempera la fricción del cuerpo con el mundo.

Llorar se convierte en un camino abierto hacia los rincones olvidados del espíritu.

*

Hagamos de la locura el nuevo orden

que nadie sea capaz de convenir nada

un día nos aniquilaremos a nosotros mismos o regresaremos a la cordura

y eso es todo

una pausa breve

ausente de cerebros afinados como relojes

con hora  

calendario  

manecillas   

e inclusive sombrero y zapatos de metal y una sonrisa de oro

plata

acero inoxidable

Cuando la materia anhela el infinito y la eternidad cabe enlazada a una muñeca

en un suspiro puede acabar todo

Me volví loco

la muchacha que perseguí durante la más intensa de mis noches

la que se escondía detrás de los árboles en los parques de la ciudad

en la penumbra de los callejones

la que terminó en mis brazos con una histeria reprimida rogándome clemencia

la del coito a la intemperie como baile de cadáveres frenéticos

más allá de la muerte

(fuimos cadáveres en la azotea de un edificio)

 

Se volvió loca

«Primero la carne» —dijo

labios encajados de silicio

con vergüenza

dolor y sangre como símbolo en una jeringa inyectada en el estómago

«Mi estómago» —dijo

yo la escuché

la recirculación

la resucitación

la pena de rodillas

sobre ella

sus rodillas

y su pena

de rodillas en la acera

«Sácame la sangre» —dijo

y por el ombligo la dejé vacía

 

*

La fuga danza

la garganta eleva un canto

lengua sin coherencia

grita

una declaración de guerra

ahogada

maculada por el crimen

la masacre no es guerra sino charla de cuerpos mutilados

el degüello busca la independencia de los cuerpos y la encuentra

la fuga danza el ritual de las cabezas muertas

 

La fuga se parece al desencanto del amor en la mañana

pero no a la huida

la fuga es una vena rota

una frase sin sentido

una melodía que el aire mece hasta el silencio

un ojo miope incapaz de medir la distancia al precipicio

una vela sin barco perdida en la tormenta

 

Las aves vuelven estrenando fe

y hambrientas

como niebla que devora el horizonte en el ocaso

El sol avejentado es la hostia de las aves

*

La locura es un túnel que lleva a la ausencia

un estado transitorio de la fuga

y la fuga un proceso de ruptura que una vez trascendido

se pierde en la vaguedad del abandono

su estridencia se vuelve susurro

y así

cada

palabra

se

diluye

lánguidamente

en

el

vacío

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