Ventana (esbozo de una melancolía y un personaje)
- Claudia Mazat

- 2 jun
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 6 jun
Una mirada a través de la ventana es suficiente para hacerte una idea de cómo es el mundo en ese particular instante en que despiertas y tomas consciencia de que tus sueños
-si los hubo- no son más que una realidad transitoria o de segundo plano. Estás viva y hay un día entero por vivir.

En ocasiones un día soleado te anima a levantarte de la cama, llevar a cabo la rutina de preparación, tediosa pero inevitable: lavarte, humectar tu rostro, quizá ponerte algo de maquillaje, vestirte según lo exigen los compromisos del día o tu estado anímico (a veces basta una camiseta y unos jeans y cualquier par de zapatos, otras veces hay que pensar mejor cómo arreglarte). Después el desayuno, que suele ser el mismo porque pensar en qué comer a esa hora alarga la rutina, la hace más pesada, incluso puede llegar a vencerte antes de hacer algo específico ese día que comenzó con un vistazo a través de la ventana: un fragmento del árbol de ocho metros y, detrás, el cielo azul, sin nubes.
Son más las ocasiones en que un día soleado te desanima. Quizá por tu temperamento melancólico, son frecuentes los días cuando prefieres un cielo gris, un ambiente húmedo, de preferencia frío, con lluvia. La lluvia te gusta siempre, pero más en la mañana, nada conforta tu ánimo mejor que una mañana lluviosa, aunque no lo parezca porque te dan ganas de llorar, y con frecuencia lloras un llanto placentero que también te hace sonreír. Las mañanas lluviosas te hacen sentir alegre de una forma íntima que no cualquiera notaría. Lamentablemente, en esta ciudad no son comunes.
Esta mañana el sol te resulta abrumador, te quedas acostada en la cama un largo rato, diciéndote que nada habrá de perderse si te quedas ahí todo el día. En el fondo sabes que es verdad, pero también mentira. Es verdad porque el mundo no va a cambiar en nada si lo haces, pero es mentira porque, si lo haces, vas a sentirte culpable, irresponsable, has vivido demasiado y ese condicionamiento que te han dado desde niña no logras superarlo. Si te quedas en la cama, más tarde —quizás hoy mismo, quizá mañana— estarás angustiada, todo lo harás con prisa, con una sensación latente de tardanza, de haber perdido algo antes de levantarte y lavarte la cara y todo lo que sigue. Todo se sentirá desfasado, fuera de tiempo y lugar, aunque no se haya perdido nada. Este mundo no es gentil con las personas nocturnas que, además, tienen inclinaciones melancólicas.
De pronto, en un instante inesperado como una traición, recuerdas la última vez que pasaste la noche con alguien. Fue un hombre, al verlo en tu cama, aún dormido, no comprendiste qué hacía un hombre ahí. Tenías un dolor de cabeza tremendo detrás de los ojos que irradiaba a las sienes, estabas deshidratada, pero eso no era tan malo como haber pasado la noche con un hombre sin haberlo decidido. En cuanto lo viste en la mañana, imágenes de lo que hicieron juntos te vinieron a la mente y añadieron algo a tu malestar. Con cuidado, para no despertarlo, levantaste la sábana:

llevaba unos calzoncillos que te dieron asco porque eran de un color y un corte que, en tu imaginación, solamente los usan gigolós y narcisistas. Esa mañana no te detuviste a mirar por la ventana, te apresuraste a ir al cuarto de baño y darte un baño largo, caliente y aromático a flores de la Toscana. Bebiste un litro de agua, tomaste un analgésico, te relajaste.
Cuando volviste a la habitación, él ya no estaba. Te sentiste aliviada, te habría costado mucho ser cortés si lo veías de pie con su tanga y su cuerpo a medio depilar. ¿Cómo es que todavía me pasa esto?, te preguntaste. No te respondiste. En cambio, recordaste que su nombre era Joaquín, o eso te dijo. No tenía importancia, si un día lo volvieras a encontrar, no podrías reconocerlo. Un rato más tarde saliste de ahí bastante repuesta, limpia, humectada y con un olor fantástico que borraba un poco la memoria sensorial de esa noche sudorosa y sucia con un hombre a quien jamás habrías llevado a tu casa si hubieses estado en condiciones de tomar decisiones a cabalidad.
Esta mañana, mientras acabas de asimilar que no podrás quedarte en cama todo el día porque una de las peores cualidades de los días soleado es no dejarte dar cauce a tu ánimo melancólico, comprendes que será otro día contradictorio: tu estado de ánimo y tu actos no serán congruentes entre sí. No te sorprende, apenas te molesta, sabes de sobra que lo único congruente con tu estado de ánimo, en días como este, es la contemplación.
En general, te gusta despertar sola. En un día ordinario entre semana casi nadie entiende tus despertares tardíos, tu reticencia a levantarte, tu actitud áspera en las

mañanas. Eres una amante generosa en las noches, pero en las mañanas se te dificulta ser gentil. En algunas relaciones eso ha sido problemático. Sin embargo, no te causa conflicto, hace tiempo asimilaste que no estás para sonreírle a nadie en las mañanas. Si tus días melancólicos les causan problemas a los demás, pues eso es, problema de los demás. Por eso te has dicho -aunque aún no te convences del todo-, que eres una mujer solitaria. Tienes 36 años y la última vez que pasaste la noche con alguien fue un hombre mal depilado con tanga de gigoló. Eso te resulta un poco triste. Hay que aclarar que no te gustan los hombres, y, aunque te gusta tener sexo con ellos, siempre que lo haces te arrepientes.
La ventana está abierta, la persiana también abierta unos centímetros. La noche fue calurosa, seguramente fuiste tú quien abrió la ventana, pero no recuerdas haber abierto la persiana. Piensas en Galia, Galia que levantaba la persiana en cuanto se levantaba de la cama y tú se lo recriminabas. A ella le gusta la luz y a ti la oscuridad. No, no la oscuridad, sino la penumbra, sobre todo la penumbra controlada. Eso es lo primero que te atrajo hacia la arquitectura. La luz, para ti, es el elemento primordial del hábitat de cualquier ser vivo. Todos los animales construimos o elegimos nuestros espacios basados, antes que nada, en las condiciones específicas de nuestra visión, que, a su vez, repercuten en nuestra percepción de seguridad y bienestar. Incluso los animales que habitan lo más profundo del mar —ciegos o bioluminiscentes—, donde la carencia de luz, a los seres humanos, nos parecería el vacío, la inexistencia, viven en las condiciones sensoriales que les corresponden. Eso siempre te ha fascinado, que en un mismo hábitat coexistan animales que producen su propia luz y animales que no necesitan luz en absoluto. Con las plantas ocurre lo mismo. Toda la vida en este planeta es de agua, tierra, aire y luz. De un juego de esos elementos se compone un edificio. De cierta forma, tus diseños se basan siempre en las propiedades básicas de la luz (reflexión, dispersión, refracción y difracción), por eso te especializas en diseñar restaurantes, cafés, tiendas de ropa y accesorios de lujo. Ahí es donde mejor se pueden controlar las condiciones de iluminación con el propósito específico de modular los ánimos. [...]




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